viernes, 4 de septiembre de 2015

Leopoldo Rodríguez

El día de hoy me ocurrió algo, esencialmente, peculiar. Iba por debajo del puente de insurgentes, cerca de la T1. Caminaba con mi familia rumbo a ver una película cuando, de pronto, una persona en aparente mal estado, que iba caminando por la pequeña división entre el bulevar López Mateos y el retorno que viene del Malecón del Río de los Gómez, quiso subir el pequeño escalón que se tiene por división de dichas vialidades y cayó de bruces. De inmediato, una señora delgada y de estatura baja, que iba caminando a nuestro lado, se dirigió junto conmigo a tratar de auxiliarlo -mientras mi esposa se quedaba con el niño-. Sin reparar en lo pesado de Leopoldo, como después me dijo que se llamaba, al llegar junto a él me agaché para levantarlo mientras le decía a la señora que lo iba a levantar, al mismo tiempo que le explicaba a Leopoldo cuales eran mis intenciones, esperando su aprobación y consentimiento para tan titánica tarea. Al mismo tiempo, le comenté a la señora lo mismo que le dije a Leopoldo, que mi intención era levantarlo -para cerciorarme de que no tenía ninguna herida grave- y mientras lo intentaba levantar escuché a la señora algo asustada, contrariada y sorprendida de lo que intentaba hacer y me decía, con un tono de asombro, que no me podría ayudar porque Leopoldo era muy pesado y, yo creo, pensaría que se lastimaría o que sólo iba a estorbar, aún y cuando, en todo momento, mostró gran entusiasmo por querer ayudar. Lo curioso del asunto fue que yo no me detuve y lo levanté por mi propia mano, mientras intentaba calmar a la señora diciéndole que no se preocupará que lo haría sin ayuda. Al mismo tiempo, ella dejaba exhalar unos gritos ahogados diciéndome cosas como: ¡no señor, no puedo ayudarle! ¡Ay señor!, ¡qué pena me da que no le ayude! ¡Ay señor no se vaya a lastimar! ¡Está muy pesado, señor! ¡Cuidado! Y así, como pude lo levanté. Lo levanté de frente. Me dió sus brazos mientras asentía con la maniobra que intentaba realizar. Confieso que me sorprendí a mi mismo cuando me dí cuenta de que podía hacerlo y de que me quedé, al menos por una fracción de segundo, pensando en que lo había logrado por primera vez y de que, además -y muy importante-, no me iba lesionar la espalda. Lo anterior en parte porque no sentí que me pesara demasiado y en parte porque había sido muy cuidadoso con la técnica de levantamiento de Leopoldo: mis piernas las flexioné perfectamente antes de intentar subirlo, dejando una distancia adecuada entre cada una de ellas y después lo comencé a subir lentamente, sin prisas. Cuando finalmente lo pude alzar, él me agradeció por lo que había hecho, seguramente porque hacía tiempo que las personas no confiaban en él e, incluso, le tenían miedo; ya saben por aquello de los prejuicios sociales; (movía su cabeza en repetidas ocasiones de arriba a bajo en señal de afirmación). Seguí deteniéndolo y le comenté que atravesaríamos la calle mientras metía mi brazo bajo su hombro para evitar que se me cayera.
No lo voy a negar, Leopoldo olía mal, digo, era un indigente con ¡sabrá Dios cuántos días sin bañarse! Sin embargo no era su sudor el principal olor que me molestaba, más bien, su aliento alcohólico: ese sí era muy penetrante y nauseabundo. Pero, de nuevo, traté de no darle demasiada importancia para evitar hacerlo sentirse mal o de incomodarlo. Cuando logré llevarlo hasta la banqueta lo senté en una de las macetas que ahí se encontraban (sin plantas, ya saben) para que no me fuera a lastimar la espalda -estaba pesado, hay que aclarar. A pesar de que era de estatura mediana). Ya estando ahí, los dos tuvimos una charla holgada y tendida.

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